jueves, 14 de febrero de 2013

De polis y cacos.

Esta nueva y tardía entrada va a estar dedicada a mi hermano Carlos.  

Anoche terminé una nueva novela después de haber paseado por Sudáfrica en el Verano de J. M. Coetzee,  por el Madrid de Isidora Rufete en La desheredada de Galdós, por la Newark de Philip Roth en Némesis y por el Norte de España de mano de la Nela o Marianela de Galdós...  Grandes novelas que hacen aún más grande a su autor, del tiempo y del lugar que sean.  Que están y estarán entre los grandes de hoy y, si no me equivoco, de después y de siempre.

No sé si mi última novela, esta que me trae aquí de nuevo, llegará a los anales de la literatura y si permanecerá entre los grandes títulos de la historia de los grandes libros.  Lo dudo, aunque esto nunca se sabe.  Yo si sé que he pasado unos días muy entretenida con unas páginas que me han enganchado vilmente para tirar por tierra todos mis prejuicios.

La novela es el último premio Planeta: Lorenzo Silva, La marca del meridiano.  Y si esta entrada está dedicada a mi hermano Carlos es precisamente porque fue un regalo suyo.

Según mi hermano, y en una estupenda metáfora, yo leería un armario lleno de palabras con tal de pasar un rato enfrascada en algo para leer.  Pero no es cierto.  Lejos de considerarme exquisita o alguna pijada parecida, sí que es verdad que siento ciertos prejuicios como decía más arriba, o menos disposición, hacia las novelas que pretenden contarnos un argumento o que cuentan una trama de acontecimientos con un motivo que debe llevarnos a un desenlace...  Quizás sea cierto que prefiero la prosa reflexiva, intimista, sin héroes ni villanos, sin polis ni cacos, sin buenos ni malos.  Busco sin querer espacios que estén dentro de las galerías del alma con todas sus miserias y también, por supuesto, con todas sus luces y neones.

Y hete aquí que esta lectura que me ha tenido horas enteras envuelta en sus páginas es una historia de polis en toda regla: asesinatos, prostitución, cocaína, trata de blancas, crisis económica, amor, amistad, honor y Guardia Civil.  ¿Alguien da más?

Pero tan bien contada, tan amena, tan entretenida, tan a su tiempo (esto es muy importante), en un momento de cansancio interior, de lluvia en los cristales y ciclogénesis espiritual, que me ha salvado de estar pensando en otra cosa y que me ha llevado de paso a Barcelona y a Sitges y a Casteldefels y a toda esa zona preciosa que me encanta y que siempre echo de menos.  Ese espacio de Los Monegros hacia arriba, donde la marca del Meridiano que he visto tantas veces en mi vida nos recuerda que hay un corte, aunque sea imaginario, entre el sur y el norte.  Esa marca que se nos queda a los que ya no somos de casi ningún sitio y de todos los lugares donde hemos vivivo, porque si nos vamos de uno de ellos, enseguida lo añoramos, sea cual sea.

Esas marcas también que se te van quedando en la piel y que te van delimitando y diciendo quién eres.  Esa marca que te indica la línea que debes y no debes cruzar, todos tan sensatos y todos tan irreflexivos e irresponsables en tantas y tantas situaciones que nada te hacen prever qué puede ocurrir ni quién está a salvo.  

Pero no era hoy la reflexión mi propósito.  Era compartir estas páginas y mis momentos fuera del mundo, una aventura en todos los sentidos.

Y enviar un beso a mi hermano Carlos y decirle gracias públicamente.  Porque mi hermano Carlos y también mi hermano José Manuel, son de esas personas a las que se les quiere tanto, tanto, tantísimo, a las que yo quiero de ese modo que todos sabemos, como se quiere a un hermano pase lo pase y sea cuando sea.  
No hay otra manera. 
O yo la desconozco.
Afortunadamente.